Tradicionalmente hemos creído que
el corazón es el único órgano que puede sufrir un infarto o ataque. Desde niños
nos han sensibilizado que cualquier dolor en el pecho, independiente de la edad
de quien lo presente, pude ser un ataque cardiaco e inmediatamente nos alarmamos
y acudimos a un servicio de urgencias; lo cual puede ser una conducta prudente. Sin embargo, los neurólogos día a día vemos que muchos pacientes con ataques o
infartos cerebrales son llevados tardíamente a los servicios de urgencias, privándolos
de una atención oportuna y condenándolos a las graves secuelas e incapacidades
que deja esta enfermedad.
Ese órgano que nos permite entre
otras cosas hablar, saber qué oímos, saber qué vemos, qué degustamos, o por el que
caminamos o nos damos incluso cuenta que estamos vivos, es el cerebro.
Un
conglomerado de células muy especializadas llamadas neuronas, celosamente
guardadas en una rígida urna llamada cráneo, ha logrado diferenciarnos de otras
especies, permitiéndonos pensar, crear e incluso soñar. Pero esta maravillosa
máquina requiere de un aporte constante de oxígeno y glucosa, substratos vitales que le
permiten la generación de la energía con la cual se dan todos esos procesos
neurológicos básicos y superiores.
Pero este constante fluido puede
ser interrumpido por procesos mórbidos que obstruyen su libre circulación y
priva de la irrigación a una parte del cerebro, desencadenando un proceso de
estrés energético que indefectiblemente desembocará en la muerte neuronal; si
no logramos reanudar lo más pronto posible la necesaria circulación.
Por un momento imaginémonos que
la arteria tapada sea la del área cerebral del lenguaje. Inmediatamente
perderíamos la fluidez del discurso, para nominar un objeto, no encontraríamos
la palabra adecuada y desesperadamente la buscaríamos para fracasar emitiendo
un vocablo ininteligible, semántica o fonológicamente parecido a la que con
ansiedad quisiéramos expresar. Pero si a esta tragedia le sumamos el poder
entender lo que se nos habla y no expresar verbal o gráficamente lo que
sentimos, la inmovilidad de la mano que mejor dominamos o la incapacidad para
desplazarnos, estaremos ad portas del peor presidio al
que pueda ser condenado un ser humano como lo es la incapacidad neurológica.
No hay peor condena que perder la
autonomía, quedar confinado a los dictámenes de un déficit neurológico, pasar
de la situación de dominar todo a depender de todos.
No conozco una enfermedad que
aminore tanto al hombre como la Enfermedad Vascular Cerebral. Desde la
antigüedad los médicos la han comparado con un duro golpe y de ahí el término
de ictus o el mismo stroke en inglés.
Pero hay formas de prevenirla y
disminuir el impacto de ésta en la calidad de vida del enfermo. No hay mejor
tratamiento que la prevención y ésta se logra a través de la modificación de
los factores de riesgo o condiciones que aumentan la posibilidad de padecer
esta enfermedad.
El primero de ellos es la Hipertensión Arterial, enemigo
oculto que día a día ultraja la integridad vascular y hunde el acelerador en la
rápida avenida que conduce al infarto cerebral.
Se suma a esta lista la
diabetes, los niveles elevados de los colesteroles perjudiciales, las
enfermedades cardiacas, el tabaquismo, el abuso del licor y el ya haber
padecido un ataque cerebral o un amago de éste como lo son los Ataques
Isquémicos Transitorios (AIT); en los cuales el paciente durante algunos
minutos pierde una función neurológica como el habla o presenta una debilidad
efímera que es catalogada como banal y no merecedora de urgencia médica. Pues
este terrible y aparente inocuo síntoma es el heraldo más importante del
infarto cerebral.
Pero cuáles son los síntomas que
pueden indicar que estemos padeciendo o que alguien próximo a nosotros inicie
un Ataque Cerebro Vascular. Generalmente los síntomas son súbitos y se pueden
presentar tanto en vigilia como levantarse con ellos. Comprende desde la
incapacidad para poderse expresar bien en el contenido de lo que se dice o como
se pronuncia, la debilidad u hormigueo en un lado del cuerpo, vértigo o alteraciones
en el equilibrio, alteraciones repentinas en la visión y un dolor de cabeza
inusual.
Cuando uno de estos síntomas se
presente, tenemos inmediatamente que llamar a la línea 123 o a un servicio
especializado de trasporte médico o ambulancias. El porqué a ellos, obedece a la necesidad de un traslado
orientado hacia aquellos centros hospitalarios en capacidad de atender la
urgencia neurológica y no a cualquier centro de urgencias. Quedan atrás las
conductas de llamar primero al vecino médico o salir corriendo de manera
desorientada a buscar centros de salud o droguerías o montar al paciente a un
taxi para llevarlo no sé adónde y perder con ello un tiempo valioso y limitado
en el que los médicos pueden salvar ese tejido cerebral en inminente muerte que
de ahora en adelante llamaremos ventana terapéutica.
Se debe llegar lo más pronto
posible a centros en capacidad de diagnosticar y tratar rápidamente un Ataque
Cerebro Vascular y se cuenta con poco tiempo. En líneas generales durante la
primera hora (hora de oro) la familia o el paciente deben reconocer lo qué le
está sucediendo y llegar en ese término al servicio de urgencias. Durante la
siguiente hora un equipo médico debe reconocer la enfermedad, diagnosticarla e
iniciar el tratamiento específico para desobstruir la arteria comprometida.
Si no actuamos de esta manera la
Enfermedad Vascular Cerebral continuará cobrando víctimas y siendo la primera
causa de discapacidad en el adulto y la tercera de mortalidad en el mundo
occidental.
Javier Torres Zafra, MD
Médico Neurólogo
Ex Presidente Asociación Colombiana de Neurología
Neurólogo Fundación Clínica Abood
Shaiojavier.torres@shaio.org
Médico Neurólogo
Ex Presidente Asociación Colombiana de Neurología
Neurólogo Fundación Clínica Abood
Shaiojavier.torres@shaio.org
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